La Señora Blanca

Sale el cura de mi habitación, después de cumplir su último compromiso para conmigo, sólo para decir a mi madre que mi alma está lista para el descanso. Pero ella casi no lo escucha y solo se dedica a incrementar su sufrimiento con el llanto, mientras que acompaña al padre a la puerta.
La fiebre ha ido en aumento durante las ultimas horas y, por lo tanto, mi delirio ha tomado el mismo efecto. Mis ojos están desorbitados y mi cuerpo se siente como si hubiese sido formado de papel de china, solo siento la toalla húmeda que han olvidado retirar de mi frente, pero siento, ya que todo mi cuerpo a perdido el sentido del tacto, como si cubriera una gran extensión del mismo. El dolor nace desde mis pulmones, a los que les cuesta demasiado trabajo el respirar. Y mi pensamiento recorre, a una velocidad increíble, todos los recuerdos que se alojan en mi mente.
Entra a la habitación una mujer de vestido negro, su piel es completamente blanca, más blanca que la nieve que cubre la extensión del Polo Norte. Su hermosura es incomparable, es más hermosa aún que la mujer que siempre soñé y nunca tuve. Mis ojos imploran su atención (aunque sé que la tengo) y ruegan que se acerque a este cuerpo, putrefacto en su interior, y me toque tan sólo por mi último momento. Se acerca a mi lecho de muerte, pero no parece que camina, sino que flota, navega, resbala, acerca su rostro al mío y me dice con vos tranquila que me calme, que no hay dolor y que me aleje del miedo. ¡Increíblemente puedo respirar, el dolor cesa y me siento tan tranquilo! Le ruego que se quede a mi lado por siempre y me dice que nunca más se alejará y me acompañara para siempre y culmina su oración con el más hermoso de los besos.
Mi madre entra al cuarto y cae de rodillas, su rostro se despoja de toda emoción, no lo puede creer, he muerto.